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lunes, 4 de agosto de 2008

Vivir

Vivir
es
disimularnos
el agónico espasmo
de infinito
que nos mece
en la muerta
muerte
que no soporta
que vos seas vos
y yo

Vivir
es
transmigrarnos
transcurrirnos
transgredirnos
siempre y cuando
mi locura
infecte
tu locura
generoso virus
de consciente
inconsciencia

Vivir
es
permitirnos
tierra agua luna
cereal vino sol leche ozono
y todos los signos zodiacales
en vibrante lujuria
cósmica
Mutarnos Afrodita
en arena ónix cristal lágrima
y degradarnos hasta ser invisibles
al besar la levedad del aire

Vivir
es
comernos
los ojos
los aromas
los sabores
las hojas
de espinillo
que nos brotan
subconscientes
en los labios
del alma

Vivir
es
revelarnos
incontinentes
pasajeros
de esta nave
impensable
testaruda
que regresa
por su herida
al punto
de partida

Vivir
es
emerger
incandescentes
incólumes
del pútrido mar
donde navegan
"intocables"
los Normales
moralinos
hipócritas
de siempre

Vivir
es
corazonarnos
en lo micro y lo macro
residuar
las mezquindades
los dictadores
el hambre allí allá
la mirada hachazo de un niño pidiendo
y ya
en esa montaña
volcanes

Vivir
es
detenernos
en el mágico instante
ínfimo necesario vital
donde hace tiempo y
sin motivo aparente
se cruzaron indefensas
tu mirada y la mía
vírgenes epopeyas
de adentro
nuestro

Vivir
es
un lugar
con retornos
donde merecernos
perspectiva el poema
las palabras ya dichas establecen pulmones y
un pero enrevesado
se agrieta
desolado
en la absurda frontera
del bien y del mal

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Renuncia

Gracias a la Maestra conocí la poesía aunque en ese momento no me di cuenta. El hecho de acostumbrarme a sus gritos, esa manera de maltratar el aire, me ayudó a descubrir la ventana. Ya existía pero no para mí. Sólo veía en el aula la mirada de águila de la Señorita. Y cuando por fin me habitué a esa nariz en cara de pájaro, cuando por adentro le perdí el miedo, comencé a mirar a través de la ventana. El sol pasaba a desgano entre la ramazón de un eucalipto. Los rayos inmaduros me tocaron y supe, sin conocer la palabra, lo que era la emoción. A las ocho de la mañana salían mis ojos en busca del sol. A veces el águila me sorprendía cuando el vidrio había quedado atrás y yo trepaba el gran árbol. En otras ocasiones, un grito desentonado volteaba el pizarrón y yo volvía del eucalipto con sol en las manos y ocupaba mi banco. ¿Será que tan poco sirven las matemáticas cuando hay en la escuela una ventana y un árbol? ¿Será que nunca le sirvió a la Señorita Lucrecia graznar como un pájaro desvergonzado y horrible? ¿Será que el sol en el árbol llama desde afuera? Las águilas siempre cazan de día, había enseñado la Maestra esa mañana. Nunca hubiera imaginado que un águila pretendiera cazar el sol. A la Señorita Lucrecia le molestaba el sol, la ventana y el árbol. Ese día me descubrió. Tenés el sol en las manos, me dijo, y fue suficiente. Salí por la ventana pero no fui al árbol. Metros más allá esperaba mi caballo. El águila, en vuelo desprolijo, rayó la clase, pero no pudo salir del aula. Renegué de las ciencias y de las matemáticas y como premio a esa renuncia, aún conservo el sol en mis manos.