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sábado, 30 de agosto de 2008

Risas de caballo

La escuela siempre fue un mundo lejano al que sólo se llegaba de a caballo. Leguas de pasto, cardos, piedra y hondonadas, que aparecían como relojes de arena acostados en una sucesión de tiempo largo. De espacios a lomo de caballo y de mirar el horizonte como un sueño fácil de tocar.
Este caballo no descansa, inventa fantasías aladas, movimientos de pájaros en su mirar derecho. Cada tarde, a última hora, queda encerrado en un corral para que al otro día, mis ocho años puedan ponerle un bozal, un freno, un cuero de oveja, treparlo como a un árbol y salir para la escuela. Pero a la mañana siguiente, el tobiano, el inventor de pájaros, no está en el corral. ¿Será posible? No fue una. Fueron cien. Mil veces que el tobiano escapó de ese corral. A las seis, cuando aclaraba, yo iba a buscarlo, con esos fríos que hacía antes, de alpargatas, bombachas y guardapolvo y no estaba. Alambrado de siete hilos y la tranquera cerrada, sólo que fuera mágico podría salir, y era. Porque allá se veía el tobiano, al fondo del campito, en el rincón más alejado, lo más tranquilo. Y ahí van mis ocho años con el bozal al hombro, a campo traviesa, en busca del travieso. El campo, un mar de agua helada y verde, y el tobiano como dormido. Estoy a dos metros y ni se entera. Me acerco sigiloso y con modales extremos. A medio metro, el pingo huye. Sale con una estampida. Risas de caballo, aire que golpea la cara y el alma. Allá iré, a la otra esquina, la más distante, a buscar al maldito. Allí continúa el sueño de ser pájaro. Y otra vez el rocío como una lluvia de abajo. Otra vez la seda y el amor para un caballo brujo. Pero ¿cómo salió del corral? No había manera de que saltara el alambrado si a la escuela tardaba dos horas de matungo y viejo. ¿Abriría la puerta para ir a jugar? Hasta hoy me desvela. El tobiano, maestro de la fuga. Cuando la luna aparecía, sólo por ver un caballo con vuelo en la mirada.

Desmesurado amor...

A veces pienso que Dios se divierte con nosotros. Y me pregunto cómo hace para administrar y distribuir el talento, entre otros atributos humanos. A Domingo Ferrari le dio con un caño. Porque Domingo amaba el fútbol de una manera interminable, pareja siempre, y a pesar de su desmesurado amor por este deporte, no fue dotado por el Señor para ejercerlo de manera digna. Nada le hubiera costado al Creador darle esas mínimas condiciones necesarias para entreverarse, no digo esas dosis de arrebato en ponerle destreza a una persona, pero sí algo de talento en concordancia con la pasión del hombre.
Domingo estaba consagrado a su trabajo y al fútbol. Tiempo que no trabajaba, tiempo que jugaba. Ya a las dos de la tarde de todos los días, Domingo aparecía en el campito con su indumentaria deportiva impecable; su trabajo le permitía adquirir el mejor equipo. Nada que envidiarle al seleccionado nacional en cuanto a ropa. Adidas, desde el bolso hasta la gorra; zapatos, medias, pantalón y camiseta, campera y buzo brilloso y todos los demás implementos que usaban los profesionales: canilleras, vendas de veinte pesos, tobilleras y todo eso.
De Boca rabioso, azul y oro, íntegro. Tenía la postura y el tranco de los ganadores. Una manera de mirar inclinado, como quien espera un tiro libre para entrar de cabeza. Miraba por abajo del flequillo y movía la melena como si le molestara a la hora del voleo. Era espigado y alto como un nueve de los buenos y tenía pinta de goleador, pero era crudo, amargo de punta a punta, como quien dice: un perro que no tiene dueño. Por más que practicó nunca logró hacer más dos taponcitos seguidos y nunca en su vida le salió una jugada. Era zopenco hasta el cansancio, una maleta como se dice en el ambiente. Nunca supo del embrujo de una gambeta y, si bien caminando tenía el garbo de los grandes, corriendo parecía un canguro. Si alguien que no lo conocía lo veía entrar al campo de juego, adivinaba en él un alto manejo del balón, pero viéndolo jugar, al toque se daba cuenta de que era más malo que pegarle a la madre con el ojo del hacha. Para cabecear cerraba los ojos de antemano y eso le costó más de un disgusto y un moretón. Cierta vez, en el área contraria, el nueve se aprestó al cabezazo en un corner. El tiro se ejecutó como de costumbre y Dominguito calculó la distancia y el envión, saltó con los ojos cerrados y le dio al poste semejante frentazo. Acto seguido, se desmayó. Y por supuesto, ni olor a gol.
Domingo Ferrari era malo con ganas. Sin ser mal intencionado era bruto como él solo, ya que la falta tacto, distancia y tino, nunca llegaba a tiempo a la pelota y eso significaba una peladura terrible en la canilla o los tapones de las Adidas marcados para siempre en el cuerpo del adversario. En el equipo del barrio siempre lo ponían porque impresionaba y porque era el único que tenía zapatos de fútbol y eso, entre pobres que jugaban descalzos o de alpargatas, era bien visto. En un partido amistoso (menos mal que era amistoso) a Dominguito lo habían puesto en la defensa porque estaba demasiado claro que adelante nunca iba a convertir un gol, ni equivocado y si en la delantera era malo, en la defensa era criminal. Cierta vez en la espera de una pelota que venía de aire, el nueve de dos, se preparaba. Cuando la pelota estuvo casi a la altura del pie, Domingo ensayó un voleo que, como era de suponer, estampó en la pierna de un delantero y la quebró. Pocas veces pudo terminar un partido, ya que barría a los contrarios sin contemplaciones en el ejercicio de su brutalidad. A la segunda jugada violenta venía la amarilla y a la tercera la roja; entonces, afuera el dos con zapatos nuevos, y los contrarios sonreían, maltrechos pero contentos por que iban a conservar la vida.
Domingo, el malo, soñaba con hacer un gol. Soñaba dormido y despierto, se veía besando la camiseta, con los brazos estirados hacia la Bombonera imaginaria, después de un bombazo terrorífico. Su sueño nunca se hizo realidad; todavía ahora, con más años y la misma diligencia, ya retirado, procesado, multado, lejos de los campos de juego por decisión de los demás, Domingo Ferrari, se despierta a la madrugada con la idea fija, traga sus lágrimas y repite como un rezo: un gol… un gol… un golcito…

El aire conmovido

El tiempo que tarda en llegar la pelota desde el cabezazo a la red es eterno. Habría que inventar un reloj que pueda medir ese tiempo. O bien, una máquina que señale el tiempo inverso, desde la red a la cabeza, si es que el gol es contrario. O un aparato que detenga el tiempo para evitar problemas, cuando alguien, en partido complicado, dice: paren el mundo que me quiero bajar. Porque si se baja con el mundo en marcha rodará como bolita de pebete arrabalero. ¿No saben, acaso, que el tiempo es redondo? Que es una pelota en viaje hacia la red. Que ir al cabezazo en el área es olvidarse del mundo y aprender a volar sobre los cuerpos. Que se busca en el golpe la confluencia de la frente y el aire conmovido.
Se sabe que el tiempo viaja en la cabeza y que es la idea que uno tiene de él. Pero cuando el tiempo que es la pelota, atraviesa el aire en dirección al arco, deja un túnel, un espacio donde no hay memoria, un lugar para morir sin que nadie lo note.
No se debe morir después de un cabezazo, como murió el veterano Benetto, cuando le dio de frente a esa pelota humedecida por el rocío, con peso, velocidad y distancia, impulsada desde la línea por el loco Migueles. El gringo se elevó como en los buenos tiempos. -¡Largue!, -gritó, cuando ya era inminente el frentazo, y ahí fue la pelota hacia el ángulo más alejado del arquero que la miró pasar. -Bien ahí..., -dijo Migueles sin notar que el gringo había muerto después del cabezazo o bien se había colgado del túnel abierto para mirar lo eterno, la vida que se va con la pelota.

Para la tribuna

A eso de las tres, la tarde era de fuego caído sobre el pasto. Al fondo del potrero, un arco hecho con dos camisas raídas ostentaba el esplendor. Y allí, como un guardián del horizonte, la mirada del arquero.
Se juega para la tribuna, aunque sólo sea una multitud de vacas: inmutable hinchada debajo de los sauces. Hay que ir al ataque, esquivar las zancadillas, proteger los tobillos, tener velocidad de pájaro y vuelo de mariposa esquiva.
La pelota es un sueño con forma de globo, tierra que se corre. Hay que darle de voleo ante asombro de las gallinas. Desborde de aire cuando cruza cerca del palo de camisa raída, a ras del fuego. Será posible tanta vida con forma de gol, tanta madurez del espinillo para honrar el juego, tanta locura que hace Dios para alegrarnos. Cincuenta años de gritarlo todo en esta misma tarde incendiada. Festejo de cuerpos y cabezas hirvientes, el grito de los que nunca aprendimos a perder y el polvo en la lengua como un gran trofeo que se traga y alimenta.
Voy tras el sueño, de panza sobre el pasto de fuego, con lágrimas que nunca tocarán el suelo. Es doble gol de pelota con forma de tierra y de jugador en pata que entra cerca del palo. Franco planeo de hombre sobre cascotes que no se sienten. La pelota contra el alambrado de púas y no se pincha. Es inmune al filo del acero porque es trapo. Media rota que florece de tarde; brillo demencial cuando cruza la raya.
El molino rechina con visos de grandeza y destellos de la barbarie solar. Saca agua a desgano, un miserable chorro, sangre de la tierra para la boca seca del partido. En aquellos días, cuando tuve la gloria que todavía me dura

El Bagre compañero

Si lo veo al Bagre Rojas, pedazo de muchacho. Ni siquiera un bagre era tan parecido a un bagre como era el propio Bagre Rojas. Montaraz de hacha en mano en los chatos montes de espinillo y tala de Las Ceibas. Se quedaba un mes y medio sin salir del obraje y cumplido ese tiempo, salía una semana de franco. Semana que recalaba, entera, en el boliche del Gordo. Su experiencia en mostradores y mamúas le había enseñado que si se sentaba en un banquito y en una esquina, las paredes lo contendrían de una eventual caída y eso le daba tranquilidad.
En esa esquina pasaba la semana de descanso. Ejemplar único, el Bagre, cantaba y chiflaba a la vez, nunca he visto otro caso igual. Chupaba, se dormía, despertaba, en ese orden, orden que, en él, era circular. Si se dormía cantando, cuando despertaba retomaba el chamamé en donde lo había dejado, feliz anticipo de la memoria digital. Como tipo completo que era, una tarde que lo invitaron a un picado en la canchita de enfrente al boliche, aceptó. No iba a decir que no si era parejo y los parejos en este pueblo no le hacen asco a nada. Y fue al arco, único puesto posible para el Bagre. Allí, debajo del travesaño, bien al medio, hacía visera con la mano, el sol de frente le daba de manera criminal.
El boliche estaba a cien metros de la cancha y la mirada del Bagre, quemada por tanto fuego, oscilaba entre el campo de juego y el boliche que le traía esa nostalgia de la siesta al reparo, el sosiego que da el botellón al alcance de la mano. Entonces comenzó a evaluar que, si bien no tenía esa cobertura de paja y chapa, podría tener, al menos, el reposo del botellón al pie del arco. En cierto momento en que la pelota rebotaba cerca del área enemiga, Rojas consideró oportuno ir de una carrerita hasta el boliche y traer su vino para cumplir el sueño de la botella al pie. Y salió con trote confiado, no había peligro, la jugada estaba lejos. Esa distensión lo llevó del trote al tranco apurado que enseguida transformó en tranco pasivo a medida que se acercaba.
La proximidad del líquido prometedor hizo que los sentidos del guardavalla comenzaran a gozar de antemano sus bondades. Así iba, como en un ensueño, como siempre iba, hasta que escuchó unos gritos paralizantes por lo graves: “¡Arquero... arquero...! ¿Dónde está el Bagre?”, inquirían las voces de los compañeros. Y el Bagre, recobrado en un orgullo ancestral de cumplidor, ahí nomás pegó la vuelta, sin botella. Esparcía cascotes con las botas de goma a medida que incrementaba su velocidad. Claro que el contragolpe fue mucho más veloz que el orgullo del Bagre y a la defensa no le quedó otra que barrer un delantero para evitar el gol. ¡Penal!. Y vinieron los reclamos: “¿Bagre hijuesiete... dónde te habías metido...?”
El arquero, sin responder, tomó posesión del cetro momentáneo, se agachó un poco y entornó los ojos oblicuos para ver mejor. Pata e´ fierro, ejecutor del tiro libre, penal por razones obvias, buscó su distancia en medio de un silencio mortífero. Pata corrió y tiró. El Bagre adivinó el lado. Con ciertas reminiscencias aborígenes y con esa elasticidad que suele dar el trabajo en el monte, ensayó una volada hacia el ángulo acertado, no como las tradicionales con el puño listo para sacar el balón, sino una volada al revés, patada voladora que fue a dar, violenta su bota contra el poste. El tiro salió arriba, a la derecha y afuera, pero el arco tembló, tembló también el tobillo del Bagre que de inmediato se hinchó, hinchando además la Pampero que cobró grosor y brillo.
En acto instintivo de supervivencia, el arquero, cabeza abajo, estiró los brazos que no fueron suficientes y su cara afilada fue a dar de lleno contra la tierra en polvo. “¡No, si no tenés arquero por las calores!”, dijo Lombriz Coqueta, aguatero del equipo, vinero en este caso. “¡Nunca había visto un bagre comilón de tierra!”, dijo otro, mientras el Bagre Rojas, la cabeza doblada contra el poste, ciego su ojo derecho, redondo de tierra pisoteada, escupía saliva de vino con pasto tragado en la bajada, con el dolor del cogote, capaz quebrado, con la hinchazón del tobillo, capaz pa´ siempre, pero con el honor a salvo... ¡Carajo!

lunes, 4 de agosto de 2008

Regreso

La lluvia caía lenta y persistente. Las gotas, como infinitos cuchillos de filosa redondez, cortaban la opacidad de los árboles y mostraban su nuevo color.
Nos habían contado que Sarmiento siempre fue a la escuela, con lluvia, viento o lo que fuera, y entonces nosotros íbamos y no nos paraban las inclemencias del tiempo. Mirábamos la lluvia desde arriba del caballo y desde abajo de la capa brasilera como algo que sucedía en otro tiempo y en otro lugar.
Ese día divisamos, al fondo de la calle ancha, un río creciente de vacas y novillos, una marejada de ojos superpuestos que avanzaban por cientos, camino al matadero. La tropa era interminable, y nosotros paramos a un costado del camino y esperamos que pasara.
Algunos animales se resistían presintiendo que más allá de la tarde, en corrales de madera, encontrarían un final no convenido. Los troperos, con sombreros de alas caídas, arriaban con la ayuda de perros y caballos conocedores del oficio.
Después retomamos el camino, desconocido ahora, molido por tanta pisada de tanta vaca y pingoviejo. La lluvia continuaba sin ganas y sin pausas, sabíamos que así, caída como al descuido, podía durar siglos, esos siglos que existen en la niñez y duran para siempre.

Frente de Tormenta

Hay un río en el fondo de mi mente
y en su orilla
encalla una barcaza
Un poco más acá
de las nubes
Un poco más allá
de la arena
Tu casa
sin techo
tu casa
sin puertas
tu casa
me espera

En el misterio de la siesta
me llama
a la pura ventana florecida
donde las abejas
prostituyen el polen
y omiten
nebulosas
tu salitre bendiciendo la almohada

¡Qué tanta vuelta! Pienso
¡Qué tanta vuelta! Digo
Sí un día de estos
te caigo
intacto
como frente de tormenta en enero
desnudo
como el viento en las bocas de agosto
liviano
como el beso que nunca te dieron

¡Qué tanta vuelta! Sí sabemos
que tarde o temprano
confundirán
en mí aliento
tu sabor a durazno
tu equinoccio de menta
tu loca geografía
¡Creémelo!
me verán llegar a tu rivera
por mi propio río cavernario
navegando andróginos de fuego
y poemas insomnes bajo el brazo
Llegaré
por mí río
a tu barcaza
a tus nubes
a tu arena
a tu casa
sin techo
a tu casa
sin puertas
Llegaré
ritual y herido mediodía
nada más que a beber
en tu cintura
el diabólico
hechizo
de la vida

Morir

Si vivir es saberte cerca
morir será
saberme
lejos

Será
completar
la primera etapa
del fantástico viaje

Será
dejar de indagar en tus sentidos
y abandonar el mate
que quedará esperando mí ya lejano sorbo

Morir será
claudicar el libro en la mitad de la página
la mano en la mitad del poema
el poema en la mitad de la idea

Será
conservar para siempre tu último gesto
aliento mirada roce
será
arañar la vida
dejar hecho jirones el mantel de la mesa
romper el termo
volcar la yerba
desparramar los libros
y aferrarme a las patas de los sillones
en agónico intento de quedarme

Está bien...
está bien
moriré si es necesario
pero
quiero que sepas
que no me iré así nomás
ni resignado
Indudable
provocaré
un alboroto de silencio
un escándalo de nada
y un caos en el caos de la eternidad

Y claro
volveré
cuando se me cante
no granito de arena
ni sabor ni aroma ni hoja de espinillo
sino pura energía
Puro cosmos
volveré
a besarte
a olerte
a tocarte
Impune volveré
porque
a pesar
de ser y no ser
seguro
andaré
de nostalgia total

Vivir

Vivir
es
disimularnos
el agónico espasmo
de infinito
que nos mece
en la muerta
muerte
que no soporta
que vos seas vos
y yo

Vivir
es
transmigrarnos
transcurrirnos
transgredirnos
siempre y cuando
mi locura
infecte
tu locura
generoso virus
de consciente
inconsciencia

Vivir
es
permitirnos
tierra agua luna
cereal vino sol leche ozono
y todos los signos zodiacales
en vibrante lujuria
cósmica
Mutarnos Afrodita
en arena ónix cristal lágrima
y degradarnos hasta ser invisibles
al besar la levedad del aire

Vivir
es
comernos
los ojos
los aromas
los sabores
las hojas
de espinillo
que nos brotan
subconscientes
en los labios
del alma

Vivir
es
revelarnos
incontinentes
pasajeros
de esta nave
impensable
testaruda
que regresa
por su herida
al punto
de partida

Vivir
es
emerger
incandescentes
incólumes
del pútrido mar
donde navegan
"intocables"
los Normales
moralinos
hipócritas
de siempre

Vivir
es
corazonarnos
en lo micro y lo macro
residuar
las mezquindades
los dictadores
el hambre allí allá
la mirada hachazo de un niño pidiendo
y ya
en esa montaña
volcanes

Vivir
es
detenernos
en el mágico instante
ínfimo necesario vital
donde hace tiempo y
sin motivo aparente
se cruzaron indefensas
tu mirada y la mía
vírgenes epopeyas
de adentro
nuestro

Vivir
es
un lugar
con retornos
donde merecernos
perspectiva el poema
las palabras ya dichas establecen pulmones y
un pero enrevesado
se agrieta
desolado
en la absurda frontera
del bien y del mal

Renuncia

Gracias a la Maestra conocí la poesía aunque en ese momento no me di cuenta. El hecho de acostumbrarme a sus gritos, esa manera de maltratar el aire, me ayudó a descubrir la ventana. Ya existía pero no para mí. Sólo veía en el aula la mirada de águila de la Señorita. Y cuando por fin me habitué a esa nariz en cara de pájaro, cuando por adentro le perdí el miedo, comencé a mirar a través de la ventana. El sol pasaba a desgano entre la ramazón de un eucalipto. Los rayos inmaduros me tocaron y supe, sin conocer la palabra, lo que era la emoción. A las ocho de la mañana salían mis ojos en busca del sol. A veces el águila me sorprendía cuando el vidrio había quedado atrás y yo trepaba el gran árbol. En otras ocasiones, un grito desentonado volteaba el pizarrón y yo volvía del eucalipto con sol en las manos y ocupaba mi banco. ¿Será que tan poco sirven las matemáticas cuando hay en la escuela una ventana y un árbol? ¿Será que nunca le sirvió a la Señorita Lucrecia graznar como un pájaro desvergonzado y horrible? ¿Será que el sol en el árbol llama desde afuera? Las águilas siempre cazan de día, había enseñado la Maestra esa mañana. Nunca hubiera imaginado que un águila pretendiera cazar el sol. A la Señorita Lucrecia le molestaba el sol, la ventana y el árbol. Ese día me descubrió. Tenés el sol en las manos, me dijo, y fue suficiente. Salí por la ventana pero no fui al árbol. Metros más allá esperaba mi caballo. El águila, en vuelo desprolijo, rayó la clase, pero no pudo salir del aula. Renegué de las ciencias y de las matemáticas y como premio a esa renuncia, aún conservo el sol en mis manos.