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sábado, 30 de agosto de 2008

El Bagre compañero

Si lo veo al Bagre Rojas, pedazo de muchacho. Ni siquiera un bagre era tan parecido a un bagre como era el propio Bagre Rojas. Montaraz de hacha en mano en los chatos montes de espinillo y tala de Las Ceibas. Se quedaba un mes y medio sin salir del obraje y cumplido ese tiempo, salía una semana de franco. Semana que recalaba, entera, en el boliche del Gordo. Su experiencia en mostradores y mamúas le había enseñado que si se sentaba en un banquito y en una esquina, las paredes lo contendrían de una eventual caída y eso le daba tranquilidad.
En esa esquina pasaba la semana de descanso. Ejemplar único, el Bagre, cantaba y chiflaba a la vez, nunca he visto otro caso igual. Chupaba, se dormía, despertaba, en ese orden, orden que, en él, era circular. Si se dormía cantando, cuando despertaba retomaba el chamamé en donde lo había dejado, feliz anticipo de la memoria digital. Como tipo completo que era, una tarde que lo invitaron a un picado en la canchita de enfrente al boliche, aceptó. No iba a decir que no si era parejo y los parejos en este pueblo no le hacen asco a nada. Y fue al arco, único puesto posible para el Bagre. Allí, debajo del travesaño, bien al medio, hacía visera con la mano, el sol de frente le daba de manera criminal.
El boliche estaba a cien metros de la cancha y la mirada del Bagre, quemada por tanto fuego, oscilaba entre el campo de juego y el boliche que le traía esa nostalgia de la siesta al reparo, el sosiego que da el botellón al alcance de la mano. Entonces comenzó a evaluar que, si bien no tenía esa cobertura de paja y chapa, podría tener, al menos, el reposo del botellón al pie del arco. En cierto momento en que la pelota rebotaba cerca del área enemiga, Rojas consideró oportuno ir de una carrerita hasta el boliche y traer su vino para cumplir el sueño de la botella al pie. Y salió con trote confiado, no había peligro, la jugada estaba lejos. Esa distensión lo llevó del trote al tranco apurado que enseguida transformó en tranco pasivo a medida que se acercaba.
La proximidad del líquido prometedor hizo que los sentidos del guardavalla comenzaran a gozar de antemano sus bondades. Así iba, como en un ensueño, como siempre iba, hasta que escuchó unos gritos paralizantes por lo graves: “¡Arquero... arquero...! ¿Dónde está el Bagre?”, inquirían las voces de los compañeros. Y el Bagre, recobrado en un orgullo ancestral de cumplidor, ahí nomás pegó la vuelta, sin botella. Esparcía cascotes con las botas de goma a medida que incrementaba su velocidad. Claro que el contragolpe fue mucho más veloz que el orgullo del Bagre y a la defensa no le quedó otra que barrer un delantero para evitar el gol. ¡Penal!. Y vinieron los reclamos: “¿Bagre hijuesiete... dónde te habías metido...?”
El arquero, sin responder, tomó posesión del cetro momentáneo, se agachó un poco y entornó los ojos oblicuos para ver mejor. Pata e´ fierro, ejecutor del tiro libre, penal por razones obvias, buscó su distancia en medio de un silencio mortífero. Pata corrió y tiró. El Bagre adivinó el lado. Con ciertas reminiscencias aborígenes y con esa elasticidad que suele dar el trabajo en el monte, ensayó una volada hacia el ángulo acertado, no como las tradicionales con el puño listo para sacar el balón, sino una volada al revés, patada voladora que fue a dar, violenta su bota contra el poste. El tiro salió arriba, a la derecha y afuera, pero el arco tembló, tembló también el tobillo del Bagre que de inmediato se hinchó, hinchando además la Pampero que cobró grosor y brillo.
En acto instintivo de supervivencia, el arquero, cabeza abajo, estiró los brazos que no fueron suficientes y su cara afilada fue a dar de lleno contra la tierra en polvo. “¡No, si no tenés arquero por las calores!”, dijo Lombriz Coqueta, aguatero del equipo, vinero en este caso. “¡Nunca había visto un bagre comilón de tierra!”, dijo otro, mientras el Bagre Rojas, la cabeza doblada contra el poste, ciego su ojo derecho, redondo de tierra pisoteada, escupía saliva de vino con pasto tragado en la bajada, con el dolor del cogote, capaz quebrado, con la hinchazón del tobillo, capaz pa´ siempre, pero con el honor a salvo... ¡Carajo!

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Renuncia

Gracias a la Maestra conocí la poesía aunque en ese momento no me di cuenta. El hecho de acostumbrarme a sus gritos, esa manera de maltratar el aire, me ayudó a descubrir la ventana. Ya existía pero no para mí. Sólo veía en el aula la mirada de águila de la Señorita. Y cuando por fin me habitué a esa nariz en cara de pájaro, cuando por adentro le perdí el miedo, comencé a mirar a través de la ventana. El sol pasaba a desgano entre la ramazón de un eucalipto. Los rayos inmaduros me tocaron y supe, sin conocer la palabra, lo que era la emoción. A las ocho de la mañana salían mis ojos en busca del sol. A veces el águila me sorprendía cuando el vidrio había quedado atrás y yo trepaba el gran árbol. En otras ocasiones, un grito desentonado volteaba el pizarrón y yo volvía del eucalipto con sol en las manos y ocupaba mi banco. ¿Será que tan poco sirven las matemáticas cuando hay en la escuela una ventana y un árbol? ¿Será que nunca le sirvió a la Señorita Lucrecia graznar como un pájaro desvergonzado y horrible? ¿Será que el sol en el árbol llama desde afuera? Las águilas siempre cazan de día, había enseñado la Maestra esa mañana. Nunca hubiera imaginado que un águila pretendiera cazar el sol. A la Señorita Lucrecia le molestaba el sol, la ventana y el árbol. Ese día me descubrió. Tenés el sol en las manos, me dijo, y fue suficiente. Salí por la ventana pero no fui al árbol. Metros más allá esperaba mi caballo. El águila, en vuelo desprolijo, rayó la clase, pero no pudo salir del aula. Renegué de las ciencias y de las matemáticas y como premio a esa renuncia, aún conservo el sol en mis manos.