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lunes, 4 de agosto de 2008

Regreso

La lluvia caía lenta y persistente. Las gotas, como infinitos cuchillos de filosa redondez, cortaban la opacidad de los árboles y mostraban su nuevo color.
Nos habían contado que Sarmiento siempre fue a la escuela, con lluvia, viento o lo que fuera, y entonces nosotros íbamos y no nos paraban las inclemencias del tiempo. Mirábamos la lluvia desde arriba del caballo y desde abajo de la capa brasilera como algo que sucedía en otro tiempo y en otro lugar.
Ese día divisamos, al fondo de la calle ancha, un río creciente de vacas y novillos, una marejada de ojos superpuestos que avanzaban por cientos, camino al matadero. La tropa era interminable, y nosotros paramos a un costado del camino y esperamos que pasara.
Algunos animales se resistían presintiendo que más allá de la tarde, en corrales de madera, encontrarían un final no convenido. Los troperos, con sombreros de alas caídas, arriaban con la ayuda de perros y caballos conocedores del oficio.
Después retomamos el camino, desconocido ahora, molido por tanta pisada de tanta vaca y pingoviejo. La lluvia continuaba sin ganas y sin pausas, sabíamos que así, caída como al descuido, podía durar siglos, esos siglos que existen en la niñez y duran para siempre.

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Renuncia

Gracias a la Maestra conocí la poesía aunque en ese momento no me di cuenta. El hecho de acostumbrarme a sus gritos, esa manera de maltratar el aire, me ayudó a descubrir la ventana. Ya existía pero no para mí. Sólo veía en el aula la mirada de águila de la Señorita. Y cuando por fin me habitué a esa nariz en cara de pájaro, cuando por adentro le perdí el miedo, comencé a mirar a través de la ventana. El sol pasaba a desgano entre la ramazón de un eucalipto. Los rayos inmaduros me tocaron y supe, sin conocer la palabra, lo que era la emoción. A las ocho de la mañana salían mis ojos en busca del sol. A veces el águila me sorprendía cuando el vidrio había quedado atrás y yo trepaba el gran árbol. En otras ocasiones, un grito desentonado volteaba el pizarrón y yo volvía del eucalipto con sol en las manos y ocupaba mi banco. ¿Será que tan poco sirven las matemáticas cuando hay en la escuela una ventana y un árbol? ¿Será que nunca le sirvió a la Señorita Lucrecia graznar como un pájaro desvergonzado y horrible? ¿Será que el sol en el árbol llama desde afuera? Las águilas siempre cazan de día, había enseñado la Maestra esa mañana. Nunca hubiera imaginado que un águila pretendiera cazar el sol. A la Señorita Lucrecia le molestaba el sol, la ventana y el árbol. Ese día me descubrió. Tenés el sol en las manos, me dijo, y fue suficiente. Salí por la ventana pero no fui al árbol. Metros más allá esperaba mi caballo. El águila, en vuelo desprolijo, rayó la clase, pero no pudo salir del aula. Renegué de las ciencias y de las matemáticas y como premio a esa renuncia, aún conservo el sol en mis manos.