La escuela siempre fue un mundo lejano al que sólo se llegaba de a caballo. Leguas de pasto, cardos, piedra y hondonadas, que aparecían como relojes de arena acostados en una sucesión de tiempo largo. De espacios a lomo de caballo y de mirar el horizonte como un sueño fácil de tocar.
Este caballo no descansa, inventa fantasías aladas, movimientos de pájaros en su mirar derecho. Cada tarde, a última hora, queda encerrado en un corral para que al otro día, mis ocho años puedan ponerle un bozal, un freno, un cuero de oveja, treparlo como a un árbol y salir para la escuela. Pero a la mañana siguiente, el tobiano, el inventor de pájaros, no está en el corral. ¿Será posible? No fue una. Fueron cien. Mil veces que el tobiano escapó de ese corral. A las seis, cuando aclaraba, yo iba a buscarlo, con esos fríos que hacía antes, de alpargatas, bombachas y guardapolvo y no estaba. Alambrado de siete hilos y la tranquera cerrada, sólo que fuera mágico podría salir, y era. Porque allá se veía el tobiano, al fondo del campito, en el rincón más alejado, lo más tranquilo. Y ahí van mis ocho años con el bozal al hombro, a campo traviesa, en busca del travieso. El campo, un mar de agua helada y verde, y el tobiano como dormido. Estoy a dos metros y ni se entera. Me acerco sigiloso y con modales extremos. A medio metro, el pingo huye. Sale con una estampida. Risas de caballo, aire que golpea la cara y el alma. Allá iré, a la otra esquina, la más distante, a buscar al maldito. Allí continúa el sueño de ser pájaro. Y otra vez el rocío como una lluvia de abajo. Otra vez la seda y el amor para un caballo brujo. Pero ¿cómo salió del corral? No había manera de que saltara el alambrado si a la escuela tardaba dos horas de matungo y viejo. ¿Abriría la puerta para ir a jugar? Hasta hoy me desvela. El tobiano, maestro de la fuga. Cuando la luna aparecía, sólo por ver un caballo con vuelo en la mirada.
Este caballo no descansa, inventa fantasías aladas, movimientos de pájaros en su mirar derecho. Cada tarde, a última hora, queda encerrado en un corral para que al otro día, mis ocho años puedan ponerle un bozal, un freno, un cuero de oveja, treparlo como a un árbol y salir para la escuela. Pero a la mañana siguiente, el tobiano, el inventor de pájaros, no está en el corral. ¿Será posible? No fue una. Fueron cien. Mil veces que el tobiano escapó de ese corral. A las seis, cuando aclaraba, yo iba a buscarlo, con esos fríos que hacía antes, de alpargatas, bombachas y guardapolvo y no estaba. Alambrado de siete hilos y la tranquera cerrada, sólo que fuera mágico podría salir, y era. Porque allá se veía el tobiano, al fondo del campito, en el rincón más alejado, lo más tranquilo. Y ahí van mis ocho años con el bozal al hombro, a campo traviesa, en busca del travieso. El campo, un mar de agua helada y verde, y el tobiano como dormido. Estoy a dos metros y ni se entera. Me acerco sigiloso y con modales extremos. A medio metro, el pingo huye. Sale con una estampida. Risas de caballo, aire que golpea la cara y el alma. Allá iré, a la otra esquina, la más distante, a buscar al maldito. Allí continúa el sueño de ser pájaro. Y otra vez el rocío como una lluvia de abajo. Otra vez la seda y el amor para un caballo brujo. Pero ¿cómo salió del corral? No había manera de que saltara el alambrado si a la escuela tardaba dos horas de matungo y viejo. ¿Abriría la puerta para ir a jugar? Hasta hoy me desvela. El tobiano, maestro de la fuga. Cuando la luna aparecía, sólo por ver un caballo con vuelo en la mirada.
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