a Elba Dominga Benetti
Mi abuelo materno, el Nono, era un
hombre tranquilo, ablandado por los años. Mi abuela, la Nona, una mujer endurecida
por la vida. En el verano del 61 mis padres me mandaron a pasar
unos días con ellos, en la inmensidad del monte entrerriano.
La casa era espaciosa. Lo que más
recuerdo es la cocina donde la Nona pasaba la mayor parte del tiempo. Era una
construcción de mampostería rústica. El piso de ladrillos gastados ofrecía un
refugio contra la temperatura de febrero. Al techo, en esa infinita altura -para
mis seis años- lo soportaban gruesos horcones atravesados de lado a lado. En
una de las esquinas del piezón estaba ubicada la cocina económica; su chimenea,
renegrida por el tizne de la madera quemada se perdía hacia arriba en un
vértice de revoques oscurecidos. A la izquierda de la cocina a leña, contra la
pared y estirándose hasta casi el umbral de ingreso a las habitaciones, había
una mesada de material con puertas de madera apenas trabajada, donde la Nona
ponía las ollas, los platos y los cubiertos. Del otro lado estaba el cajón del
pan con su tapa en declive. A continuación había un aparador verde con pájaros
multicolores y diversos pintados en las puertas. Y la mesa, larguísima, que
ocupaba el centro de la cocina.
Aún me parece ver a la Nona preparando
un puchero grandioso: doce litros de agua, tres kilos de carne cortados en
trozos, una cola de vaca, ocho ruedas de osobuco, una gallina y media dividida
en presas, seis chorizos, cuatro puerros, cinco cebollas grandes en pedazos,
dos troncos de apio picados, un repollo, dos kilos de zapallo y dos kilos de
calabaza, ocho zanahorias en cuartos, tres tazas de garbanzos remojados, siete
choclos en mitades, diez zapallitos redondos, diez papas medianas, diez batatas
y sal, calculada por puñados.
Esa tarde anduvimos en la quinta.
La Nona con un vestido gris, largo,
de confección casera, y un pañuelo que le cubre la cabeza y yo, sucio, con la
ropa deshecha por el intenso correteo entre galpones, árboles, chiqueros y
corrales.
Camino a su lado, la ayudaré a juntar
las verduras para el puchero. Llevamos una canasta que de a poco se va llenando
con lo que recogemos. Me siento un arriesgado explorador. Esquivo las hojas de
acelga; llevo mi escopeta de dos caños hecha con una rama de sauce y dos varas
de paraíso. Avanzamos con dificultad. Con mi mano derecha agarro el borde de la
canasta y con la izquierda, preparada para cualquier imprevisto, la escopeta.
Son las cinco de la tarde y el sol
está alto. Al fondo de la quinta hay un cañaveral que abordaré después que ayude
a la Nona a llevar la canasta a la cocina. Mis botas de goma van muy pesadas;
la tierra, apelmazada por la lluvia de ayer, se pega a sus costados hasta
convertirlas, casi, en un tractor. La Nona me pide que levante la canasta
porque arrastra y que en cualquier momento se van a caer las calabazas de mi
lado. Hago fuerza. Intento, pero mi brazo no responde, está acalambrado. Le
imploro a la Nona que paremos un poco. Ella dice que me apure porque tiene
mucho que hacer: juntar los huevos, encerrar los terneros, darles de comer a
las gallinas, a los chanchos, y cocinar para catorce. “Ah... cuesta vida e´ una
lucha, Nene...”
Cuando noto mi brazo recuperado le
digo a la Nona que sigamos. Justo en ese momento, desde atrás del laurel, asoma
la cabeza un tigre enorme. Abre la boca y un rugido estremece la tierra. Quedo
petrificado. La Nona parece no
advertirlo. Logro apartarla cuando el tigre se abalanza sobre ella. Gracias a
mi oportuna acción, la Nona, alcanza a salir por el portillo llevándose la
canasta sin completar. Yo me repliego hasta el zapallar para estar más
protegido. Me agacho y le apunto con la de dos caños. No lo quiero matar, pero
si se viene me veré obligado... El tigre salta de manera espectacular para
impresionarme y disparo al aire mi escopeta. El estruendo lo asusta. Huye y se
esconde entre las cañas; permanezco en guardia un buen rato y no hay señales.
Ni un ruido. Apenas se escucha el zumbido de un mangangá. Veo que deberé postergar
mi exploración al cañaveral. Paso el resto de la tarde observando y
escurriéndome entre las plantaciones para que el tigre no me sorprenda. Trataré
de llegar hasta los frutales porque siento hambre. Sí, unas cuantas mandarinas
me van a venir muy bien. Me ubico abajo de un árbol petiso, dejo mi escopeta a
un costado y saco varias mandarinas. Las pelo, el olor agridulce de las
cáscaras me hace olvidar del peligro por un rato. Van a la panza la mitad;
desperdicio las otras haciendo puntería en el manzano. Dentro de poco tiempo va
a oscurecer. Veo que algo se mueve entre las plantas de maíz, al otro lado de
la quinta. Pienso que pueden ser unos bandidos que pretenden asaltar la casa de
la Nona. Estoy casi seguro. ¡Sí, sí, son vaqueros del lejano oeste que han
venido hasta aquí persiguiendo alguna diligencia! Verifico si mi escopeta está
cargada. Me preparo: tirado de panza en el suelo ofrezco menos blanco... así
combatía el Llanero Solitario… conmigo no se la van a llevar de arriba. Seguro
que han dejado los caballos atrás del cañaveral… están inquietos, deben presentir
al tigre. Los espero un rato y no salen… ya casi es de noche. Me distraigo.
Pienso en mis hermanos y en mis padres: ¿qué harán? Al rato veo que a lo lejos
cuatro caballos galopan y se pierden en el horizonte.
-¡Nene... Nene...! ¿Adónde te
metiste? -grita la Nona desde la cocina.
-Acá estoy Nonita... -le aviso que
voy cuando las chicharras ya empiezan a aturdir.
Ahora, el puchero humea en el medio
de la mesa. Antes había hervido veinte minutos con la carne, mientras la Nona,
con un cucharón le sacaba la espuma. Después le añadió los puerros, la cebolla,
el apio, la gallina, los chorizos, el zapallo, las zanahorias, el repollo y los
garbanzos. A la media hora le agregó los zapallitos y los choclos en mitades.
Aparte, en una olla con agua y sal cocinó las papas y las batatas. Luego, en
fuentes separadas, sirvió. En una de las bandejas está la carne cortada en
presas de diferente tamaño; en otra, las verduras. La olla donde la Nona cocinó
el puchero hierve arriba de la cocina. Es la sopa infaltable, de arroz esta
vez. Los comensales van llegando y ocupan sus lugares. El Nono, silencioso como
de costumbre, se instala en una de las cabeceras. Luego, alternados, se van
ubicando mis tíos y mis tías. La Nona saca el pan casero del cajón y se sienta
al lado del Nono. Yo estoy al fondo de una hilera de siete personas, es tanta
la distancia que veo al Nono chiquito. La ceremonia ha comenzado. Se come en
silencio, rindiendo culto. Tengo tanta hambre que devoro lo que me sirven. De a
poco se van infiltrando las palabras. Mis tías hablan en código temas de
mujeres; mis tíos dicen que cuando cambie el gobierno todo se va a solucionar.
Como siempre ocurre, la conversación se enciende, discuten con fervor tano. A
pesar de la cantidad de voces que se superponen se hace oír la voz gastada del
Nono, cuenta una historia que al parecer todos quieren escuchar. El sueño hace
que perciba la reunión a lo lejos. Cruzo los brazos arriba de la mesa, coloco
la cabeza encima de los brazos y me olvido del mundo. Cuando me despiertan casi
todos se han ido a dormir. La mesa está limpia y el piso barrido. La Nona me
dice que ya es hora de ir a la cama y entonces le cuento que mientras
dormitaba, doblado sobre la mesa tuve un sueño extraño. Me pide que se lo
cuente y le digo que venía en un barco muy grande, atravesaba el mar desde un
continente lejano. En el barco viajaban muchos hombres y mujeres que hablaban
parecido a ella y al Nono. Yo era uno de ellos, musculoso y vestido con un
gastado traje gris. Todo mi equipaje eran dos valijas de cartón, dos valijas
vacías...