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sábado, 30 de agosto de 2008

Para la tribuna

A eso de las tres, la tarde era de fuego caído sobre el pasto. Al fondo del potrero, un arco hecho con dos camisas raídas ostentaba el esplendor. Y allí, como un guardián del horizonte, la mirada del arquero.
Se juega para la tribuna, aunque sólo sea una multitud de vacas: inmutable hinchada debajo de los sauces. Hay que ir al ataque, esquivar las zancadillas, proteger los tobillos, tener velocidad de pájaro y vuelo de mariposa esquiva.
La pelota es un sueño con forma de globo, tierra que se corre. Hay que darle de voleo ante asombro de las gallinas. Desborde de aire cuando cruza cerca del palo de camisa raída, a ras del fuego. Será posible tanta vida con forma de gol, tanta madurez del espinillo para honrar el juego, tanta locura que hace Dios para alegrarnos. Cincuenta años de gritarlo todo en esta misma tarde incendiada. Festejo de cuerpos y cabezas hirvientes, el grito de los que nunca aprendimos a perder y el polvo en la lengua como un gran trofeo que se traga y alimenta.
Voy tras el sueño, de panza sobre el pasto de fuego, con lágrimas que nunca tocarán el suelo. Es doble gol de pelota con forma de tierra y de jugador en pata que entra cerca del palo. Franco planeo de hombre sobre cascotes que no se sienten. La pelota contra el alambrado de púas y no se pincha. Es inmune al filo del acero porque es trapo. Media rota que florece de tarde; brillo demencial cuando cruza la raya.
El molino rechina con visos de grandeza y destellos de la barbarie solar. Saca agua a desgano, un miserable chorro, sangre de la tierra para la boca seca del partido. En aquellos días, cuando tuve la gloria que todavía me dura

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Renuncia

Gracias a la Maestra conocí la poesía aunque en ese momento no me di cuenta. El hecho de acostumbrarme a sus gritos, esa manera de maltratar el aire, me ayudó a descubrir la ventana. Ya existía pero no para mí. Sólo veía en el aula la mirada de águila de la Señorita. Y cuando por fin me habitué a esa nariz en cara de pájaro, cuando por adentro le perdí el miedo, comencé a mirar a través de la ventana. El sol pasaba a desgano entre la ramazón de un eucalipto. Los rayos inmaduros me tocaron y supe, sin conocer la palabra, lo que era la emoción. A las ocho de la mañana salían mis ojos en busca del sol. A veces el águila me sorprendía cuando el vidrio había quedado atrás y yo trepaba el gran árbol. En otras ocasiones, un grito desentonado volteaba el pizarrón y yo volvía del eucalipto con sol en las manos y ocupaba mi banco. ¿Será que tan poco sirven las matemáticas cuando hay en la escuela una ventana y un árbol? ¿Será que nunca le sirvió a la Señorita Lucrecia graznar como un pájaro desvergonzado y horrible? ¿Será que el sol en el árbol llama desde afuera? Las águilas siempre cazan de día, había enseñado la Maestra esa mañana. Nunca hubiera imaginado que un águila pretendiera cazar el sol. A la Señorita Lucrecia le molestaba el sol, la ventana y el árbol. Ese día me descubrió. Tenés el sol en las manos, me dijo, y fue suficiente. Salí por la ventana pero no fui al árbol. Metros más allá esperaba mi caballo. El águila, en vuelo desprolijo, rayó la clase, pero no pudo salir del aula. Renegué de las ciencias y de las matemáticas y como premio a esa renuncia, aún conservo el sol en mis manos.