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martes, 14 de julio de 2009

Y nunca más la cancha...

Este pueblo está hecho sobre un arenal, arriba de un médano. Vinimos con la última creciente. Pensábamos quedarnos hasta que el agua bajara, pero ya ve, el agua se fue y nosotros todavía estamos. Hay tanto para hacer que siempre estamos ocupados. Lo último que hicimos fue la cancha... La verdad es que el fútbol nos gusta de alma... teníamos club... teníamos equipo, pero no teníamos cancha... por suerte el problema se solucionó, don Severo González nos prestó el terreno para hacer una, con la condición de que no arrancáramos el algarrobo que vino a quedar cerca del área grande. Y bueno... peor es nada, dijimos... Tuvimos que hacer un reglamento nuevo. El árbol participaba bastante ya que el lugar en el que había nacido era un paso obligado en la cancha y muchas veces, la pelota rebotaba en el tronco y cambiaba de dirección y otras veces, el algarrobo se convertía en estrella del partido con goles que unos festejaban y otros lloraban. En una oportunidad, el gringo Benetto, antes de morirse y en furibundo ataque, ensimismado en la gambeta y sin sospechar que el algarrobo estaba tan cerca, le estampó un hermoso cabezazo a una rama baja que quebró y allí quedó, a pagar lo que guste.
El juego de alto era complicado en la zona del árbol, porque si la pelota quedaba entre las ramas, había que dejarla arriba hasta que terminara el partido y continuar con otra. Se llegó a este acuerdo porque era muy difícil saber a quién le correspondía. En invierno no había problema porque el árbol estaba pelado de hojas y el balón pasaba a través de él, la cosa era en verano cuando el algarrobo se tupía y la pelota se detenía en el follaje. Hubo que comprar más pelotas, ya que en partidos reñidos llegó a tener hasta veinte alojadas en su copa.
Como una tribuna incorporada en plena cancha, los loros habían hecho del árbol su lugar de parada. Debido a que la bandada era numerosa y a que los loros cagaban sin pudor, más de una vez hubo que socorrer a jugadores visitantes que no conocían el terreno y que, al pasar por debajo del árbol, patinaban en la caca de loro y ahí caían de lomo, dibujando un sol naciente y después salían maltrechos y olorosos a congraciarse con el público.
Este algarrobo con estirpe deportiva, más de una vez soportó al árbitro Cándido Pino, ya en sus últimas actuaciones. Cándido se sentaba en una horqueta de gruesas dimensiones y desde allí dirigía el partido. Cobraba a grito pelado, si es que la jugada sucedía en el otro extremo de la cancha.
Cierta vez, Domingo Ferrari el malo, enganchó la camiseta nueva en una de las ramas y la rajó de punta a punta. Rabioso, se fue a su casa y al rato apareció con una motosierra para cortar el árbol. Entre todos quisimos detenerlo, pero Domingo estaba como poseído. Con la motosierra en marcha, el malo arremetió contra los que nos habíamos amontonados en defensa del árbol y de la cancha. Estaba claro que si no había algarrobo, no había cancha, pero no lo pudimos parar. En pocos minutos la belleza del algarrobo jugador, quedó resignada y horizontal, como un delantero caído, sin pelotas, sin loros, sin vida y nunca más la cancha.


En esta foto se puede observar el travezaño que sobresale. Servía para colgar camperas, gorros, etc. El fotógrafo estaba apurado pués debía cubrir otro evento y no pudo esperar al Director Técnico que entra por la parte derecha de la foto y al ayudante de campo que viene desde atrás. A lo lejos se ve el famoso árbol.

1 comentario:

Marce Piccini dijo...

perrosperdidosEl cuento del tero es una guasada Luis; me cagué de risa la primera vez (mal) y siempre que lo leo no paro.. fue el detonante que me llevó a regalarle el libro a mi viejo el anterior cumpleaños. Gracias por plantar tu talento por estas tierras. un abrazo, dios. Marce

Renuncia

Gracias a la Maestra conocí la poesía aunque en ese momento no me di cuenta. El hecho de acostumbrarme a sus gritos, esa manera de maltratar el aire, me ayudó a descubrir la ventana. Ya existía pero no para mí. Sólo veía en el aula la mirada de águila de la Señorita. Y cuando por fin me habitué a esa nariz en cara de pájaro, cuando por adentro le perdí el miedo, comencé a mirar a través de la ventana. El sol pasaba a desgano entre la ramazón de un eucalipto. Los rayos inmaduros me tocaron y supe, sin conocer la palabra, lo que era la emoción. A las ocho de la mañana salían mis ojos en busca del sol. A veces el águila me sorprendía cuando el vidrio había quedado atrás y yo trepaba el gran árbol. En otras ocasiones, un grito desentonado volteaba el pizarrón y yo volvía del eucalipto con sol en las manos y ocupaba mi banco. ¿Será que tan poco sirven las matemáticas cuando hay en la escuela una ventana y un árbol? ¿Será que nunca le sirvió a la Señorita Lucrecia graznar como un pájaro desvergonzado y horrible? ¿Será que el sol en el árbol llama desde afuera? Las águilas siempre cazan de día, había enseñado la Maestra esa mañana. Nunca hubiera imaginado que un águila pretendiera cazar el sol. A la Señorita Lucrecia le molestaba el sol, la ventana y el árbol. Ese día me descubrió. Tenés el sol en las manos, me dijo, y fue suficiente. Salí por la ventana pero no fui al árbol. Metros más allá esperaba mi caballo. El águila, en vuelo desprolijo, rayó la clase, pero no pudo salir del aula. Renegué de las ciencias y de las matemáticas y como premio a esa renuncia, aún conservo el sol en mis manos.