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martes, 14 de julio de 2009

El grito mudo...

El grito le salió por los ojos, abiertos como para mirar el mundo. Arriba, las cejas, como un arco iris monocromo, contrajeron la frente del goleador con arrugas parejas, definidas.
En la boca, el grito fue un volcán, un cráter abierto al universo. Un grito de adentro, de un adentro que no se reconoce, que no se sabe adónde está, de dónde sale. Y nunca supo cómo sacó ese grito que estalló en su garganta con la fuerza de una catarata sobre el aire. Para afuera fue un golpe de voz, para adentro, silencio. Serenidad para vivir la gloria. Años de esperar este día. La pelota como un pájaro redondo en vuelo hacia el ángulo lejano; el arquero, adelantado y debajo de la comba que lo sobrepasa, nunca llegará a tocarla. Por eso grita el gol que viene como un río en creciente sobre años de sequía, para inundar el alma. Grita gol con los ojos que miran el cielo y miran el arco como en un rezo. Pero sucede que el arquero sabe de estos goles que aún no cruzaron la raya, que sólo un milagro puede salvar y los milagros, en el fútbol, ocurren. Y ahí va, en formidable salto hacia atrás, la pantera. No puede ser, pero se eleva cuando la pelota casi entra en el arco. Se eleva y arquea su cuerpo de manera imposible, es su deber, pero arriesga la vida, no sabe dónde caerá y no le importa, si será de espaldas o de cabeza, si vivirá o no. Siente que el grito pasa a través de él como del aire, siente la risa y el llanto del que cabeceó que grita y llora porque nunca hizo un gol tan lindo, aunque el arquero invalide la gravedad y colgado de una elipsis saque una garra que rasguña la pelota y la levanta sobre el travesaño, justo cuando el goleador grita y fija con la mirada la palabra Gol en el horizonte. Ya es un grito mudo, un grito inverso que vuelve a donde nadie lo conoce. Un sueño roto para llorar sobre el pasto.

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Renuncia

Gracias a la Maestra conocí la poesía aunque en ese momento no me di cuenta. El hecho de acostumbrarme a sus gritos, esa manera de maltratar el aire, me ayudó a descubrir la ventana. Ya existía pero no para mí. Sólo veía en el aula la mirada de águila de la Señorita. Y cuando por fin me habitué a esa nariz en cara de pájaro, cuando por adentro le perdí el miedo, comencé a mirar a través de la ventana. El sol pasaba a desgano entre la ramazón de un eucalipto. Los rayos inmaduros me tocaron y supe, sin conocer la palabra, lo que era la emoción. A las ocho de la mañana salían mis ojos en busca del sol. A veces el águila me sorprendía cuando el vidrio había quedado atrás y yo trepaba el gran árbol. En otras ocasiones, un grito desentonado volteaba el pizarrón y yo volvía del eucalipto con sol en las manos y ocupaba mi banco. ¿Será que tan poco sirven las matemáticas cuando hay en la escuela una ventana y un árbol? ¿Será que nunca le sirvió a la Señorita Lucrecia graznar como un pájaro desvergonzado y horrible? ¿Será que el sol en el árbol llama desde afuera? Las águilas siempre cazan de día, había enseñado la Maestra esa mañana. Nunca hubiera imaginado que un águila pretendiera cazar el sol. A la Señorita Lucrecia le molestaba el sol, la ventana y el árbol. Ese día me descubrió. Tenés el sol en las manos, me dijo, y fue suficiente. Salí por la ventana pero no fui al árbol. Metros más allá esperaba mi caballo. El águila, en vuelo desprolijo, rayó la clase, pero no pudo salir del aula. Renegué de las ciencias y de las matemáticas y como premio a esa renuncia, aún conservo el sol en mis manos.