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sábado, 30 de agosto de 2008

El aire conmovido

El tiempo que tarda en llegar la pelota desde el cabezazo a la red es eterno. Habría que inventar un reloj que pueda medir ese tiempo. O bien, una máquina que señale el tiempo inverso, desde la red a la cabeza, si es que el gol es contrario. O un aparato que detenga el tiempo para evitar problemas, cuando alguien, en partido complicado, dice: paren el mundo que me quiero bajar. Porque si se baja con el mundo en marcha rodará como bolita de pebete arrabalero. ¿No saben, acaso, que el tiempo es redondo? Que es una pelota en viaje hacia la red. Que ir al cabezazo en el área es olvidarse del mundo y aprender a volar sobre los cuerpos. Que se busca en el golpe la confluencia de la frente y el aire conmovido.
Se sabe que el tiempo viaja en la cabeza y que es la idea que uno tiene de él. Pero cuando el tiempo que es la pelota, atraviesa el aire en dirección al arco, deja un túnel, un espacio donde no hay memoria, un lugar para morir sin que nadie lo note.
No se debe morir después de un cabezazo, como murió el veterano Benetto, cuando le dio de frente a esa pelota humedecida por el rocío, con peso, velocidad y distancia, impulsada desde la línea por el loco Migueles. El gringo se elevó como en los buenos tiempos. -¡Largue!, -gritó, cuando ya era inminente el frentazo, y ahí fue la pelota hacia el ángulo más alejado del arquero que la miró pasar. -Bien ahí..., -dijo Migueles sin notar que el gringo había muerto después del cabezazo o bien se había colgado del túnel abierto para mirar lo eterno, la vida que se va con la pelota.

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Renuncia

Gracias a la Maestra conocí la poesía aunque en ese momento no me di cuenta. El hecho de acostumbrarme a sus gritos, esa manera de maltratar el aire, me ayudó a descubrir la ventana. Ya existía pero no para mí. Sólo veía en el aula la mirada de águila de la Señorita. Y cuando por fin me habitué a esa nariz en cara de pájaro, cuando por adentro le perdí el miedo, comencé a mirar a través de la ventana. El sol pasaba a desgano entre la ramazón de un eucalipto. Los rayos inmaduros me tocaron y supe, sin conocer la palabra, lo que era la emoción. A las ocho de la mañana salían mis ojos en busca del sol. A veces el águila me sorprendía cuando el vidrio había quedado atrás y yo trepaba el gran árbol. En otras ocasiones, un grito desentonado volteaba el pizarrón y yo volvía del eucalipto con sol en las manos y ocupaba mi banco. ¿Será que tan poco sirven las matemáticas cuando hay en la escuela una ventana y un árbol? ¿Será que nunca le sirvió a la Señorita Lucrecia graznar como un pájaro desvergonzado y horrible? ¿Será que el sol en el árbol llama desde afuera? Las águilas siempre cazan de día, había enseñado la Maestra esa mañana. Nunca hubiera imaginado que un águila pretendiera cazar el sol. A la Señorita Lucrecia le molestaba el sol, la ventana y el árbol. Ese día me descubrió. Tenés el sol en las manos, me dijo, y fue suficiente. Salí por la ventana pero no fui al árbol. Metros más allá esperaba mi caballo. El águila, en vuelo desprolijo, rayó la clase, pero no pudo salir del aula. Renegué de las ciencias y de las matemáticas y como premio a esa renuncia, aún conservo el sol en mis manos.